Ahogada.
Sin previo aviso, la respiración comenzaba a hacerse agitada. Muy agitada. No llegaba el aire, no quería llegar. El subte en la estación Piedras a las 7 de la mañana no es nunca el mejor sitio para comenzar a sentirse ahogada. La gente está en la cotidianeidad de sus actos, apurados por llegar al trabajo, a una cita, a la escuela, la facultad, a donde sea. Unos dormitan, otros bufean, algunos escuchan música, suben, bajan, se acomodan, leen libros, diarios, mientras aguantan la espera. A mí me quedaban esa mañana de verano húmedo que calaba hondo en los huesos apenas dos estaciones para llegar a Plaza de Mayo, cuando todos esos actos que hasta ese día me habían parecido cotidianamente exactos comenzaron a ahogarme, a apagar mis pulmones poco a poco, a espesar la sangre. El corazón peleaba mano a mano contra el pecho, en una lucha desigual contra la mente que, inútilmente, hacía el último esfuerzo que le quedaba para detenerlo. El sudor frío se extendía desde la base de mi cabeza, a través de la columna vertebral, hasta mis piernas. Estaba plenamente paralizada, a punto de tener -según lo que recuerdo- lo más parecido a un paro cardíaco. Era un miedo ingrávido que se apoderaba dictatorialmente de mi cuerpo, de mi mente, de mi pecho. Todo estaba a punto de cambiar. Ya estaba cambiando, de hecho, pero los latidos que golpeaban, galopaban a fuego lento, se resistían a dejarse llevar. El mareo aturdía. No palpaba ya la realidad. No podían tocarla mis manos, ni saborear su aroma nunca más.
Poner en palabras aquel horrendo ahogo -a la inversa de la primera bocanada de aire que ingresa a los pulmones de un bebé que recién saluda al mundo, que es practicamente el más hermoso de los milagros- me llevó un año. Exactamente un año, tras ese primer ataque de pánico, el primero de muchos que me atormentarían a lo largo de un 2011 plagado de introspección, de largas e interminables esperas, de enfrentamientos internos que comenzaban a habitar como okupas mi corazón, sin permiso, anárquicos, estremecedores de violencia, de lágrimas -y cuántas lágrimas-, de broncas, de un miedo incalculable al amor.
Poner en palabras este primer año, enfrentarlo con terror frente a Patricia, meditarlo de la mano de un hombre pleno de luz llamado Graciano, analizarlo, enfrentarlo y aceptarlo a través de la palabra a tiempo y justa de Boris, concederlo de manera metódica y con pastillas de colores junto a Silvina, revivirlo con lápices, acrílicos, acuarelas y carbonilla gracias a la paciencia y la docencia de Daniela, fue una tarea compleja, de un compromiso que hasta entonces nunca había tenido para conmigo ni mucho menos para los míos.
Es a los míos que les dedico con todo el amor que soy capaz este año de duras tormentas, de aprendizajes, de dulces caricias y acompañamiento. A papá, por ese abrazo-compasión que me regaló en el balcón de mi casa la noche en que recordé y añoré las caminatas al mar en compañía de él y mamá, cuando íbamos juntos a las piedras de Mar del Plata. A mamá, por su paciencia, su garra, su amor incondicional, sus caricias, sus manos que tanto me alentaron y por invitarme a pintar. A Christian, por quedarse sentado junto a mí y abrazarme y prestarme su cama cuando más necesité refugiarme en el calor del hogar. Por ser tan buen hermano, el mejor hermano, como mi otro hermano, Fernando, el mayor, que tanto lo extraño, y que decidió con su esposa, Guille, cruzar el mar para brindar por mí. Por Mariana, porque gracias a ella volví a creer en mí como mujer, por alentarme a aceptarme y a descubrir el instinto de desear ser mamá, de aferrarme a la vida, de llenarme de amor. A Ale, porque le regaló tanta felicidad a Mariana y, por extensión, a mí. A Ariel, porque peleándome por no comprender qué era lo que faltaba para ser felices, también me enseñó, a través de la ternura hacia la familia que vive con Sil. A la Tía Mary, Tía con mayúsculas, tan con mayúsculas, que es mi segunda mamá -y con quien espero concretar tardes de tejido para los más chiquitos-. A Mariela, por ser tan especial en mi vida, por las tardes y las noches compartidas y todas las que están por venir. A Gian, a Tiago, a Lautaro y a Facundo, porque me enseñan a recuperar mi niñez con sus sonrisas, con sus gestos tan chiquitos y tan inmensos a la vez. A mis abuelos, Adolfo, Ramón, Modesta y Herminda, que llegaron de una tierra mágica llamada Galicia y porque son estrella, porque nos cuidan y nos guían. A Mónica, Camila, Clara y Matías. A Totín. A Ulises, Lulú y Nina. Porque son también mi familia.
A Martín, mi compañero, por su apoyo, su sonrisa, su abrazo, su dulce beso, esa paciencia y el amor tan profundo que nos canta la Catalina. Porque supiste comprenderme en los silencios, en el dolor y cuando más perdida estaba y, sin embargo, elegiste apostar a ser faro en mi vida, por invitarme a soñar con nuestros hijos algún día y seguir caminando juntos, aunque las arenas sean movedizas.
A todos ustedes y a todos los que guardo especialmente en mi corazón y exceden los caracteres de este sencillito texto, GRACIAS, por enseñarme tanto durante este año, por ayudarme a que el oxígeno regrese a mis pulmones, me anime a una gran bocanada de aire y sienta más ganas de pelear y vivir que nunca.
Mucha luz y felicidad para ustedes, todo mi agradecimiento, mi amor y mi respeto.
Nota al pie: Al cuadro de la foto, mi primer cuadro, decidí llamarlo así, "Un año para recordar", y lo concluí esta semana, el mismo día del aniversario, gracias a la paciente guía de Daniela, mi pequeña gran maestra de pintura.