El fútbol, Messi y una mirada



Entiendo poco y nada de fútbol. Me gusta, sin embargo, escuchar el relato por la radio e imaginar no con poca deficiencia las jugadas, o colgarme una tarde mirando cómo juega, de repente, algún que otro equipo europeo y que el Negro no pueda creer que me haya clavado un partido de la UEFA Champions League. No sé por qué, pero veo belleza en ciertos pases mágicos entre los jugadores. Es como querer adivinar el truco detrás de la ilusión óptica previa a la definición de un gol. Sentirme hincha de River por amor a mi hermano Fernando, que lo alienta en las buenas y en las malas -especialmente, en las malas- y pese a estar a miles de kilómetros del Monumental, me conecta con su pasión y su afecto incondicional a la camiseta. Me entristecí el día en que el Millo se hundió en el descenso, pero sólo por Fer, que lo lloraba a la distancia. Trato de prestar atención cada vez (ya fueron varias) que el Negro me explica hasta con dibujitos la ley del offside y no hay forma: me la olvido siempre. (Ojo en este punto al o la que se plante con el típico chiste machista). Disfruto lo mismo al leer los cuentos de fútbol  de Fontanarrosa, una columna del genial Fernández Moores o el “Gol de Puntín” de mi amigo, hermano de la vida y colega Pancho Casas, y me gusta ir un sábado a La Paternal –aunque con culpa, sí-, esta vez por amor al Negro, y palpitar desde el semillero del mundo cada vez que el Bicho de su corazón marca un gol y el Diego Armando Maradona florece.
Pero es ahora, que entiendo poco y nada de fútbol, que me entusiasmo con los relatos, con la voz del estadio, los goles y el aliento de los hinchas –los hinchas de verdad, y no esos que andan manchando a la camiseta-, que vengo a permitir que una pulga logre estremecerme con cinco bellísimos tantos y me tenga a las tantas de la noche mirando, haciendo una pausa y volviendo a mirar cada uno de sus trucos, sus pases de magia y la ilusión que despilfarra en la cancha junto al Barça. Que me perdonen los de la iglesia maradoniana, pero si Messi  no es dios ni el Pep, Jesucristo, en la cancha, entonces, definitivamente, no sé de que me hablan.

Un año para recordar


Ahogada.
Sin previo aviso, la respiración comenzaba a hacerse agitada. Muy agitada. No llegaba el aire, no quería llegar. El subte en la estación Piedras a las 7 de la mañana no es nunca el mejor sitio para comenzar a sentirse ahogada. La gente está en la cotidianeidad de sus actos, apurados por llegar al trabajo, a una cita, a la escuela, la facultad, a donde sea. Unos dormitan, otros bufean, algunos escuchan música, suben, bajan, se acomodan, leen libros, diarios, mientras aguantan la espera. A mí me quedaban esa mañana de verano húmedo que calaba hondo en los huesos apenas dos estaciones para llegar a Plaza de Mayo, cuando todos esos actos que hasta ese día me habían parecido cotidianamente exactos comenzaron a ahogarme, a apagar mis pulmones poco a poco, a espesar la sangre. El corazón peleaba mano a mano contra el pecho, en una lucha desigual contra la mente que, inútilmente, hacía el último esfuerzo que le quedaba para detenerlo. El sudor frío se extendía desde la base de mi cabeza, a través de la columna vertebral, hasta mis piernas. Estaba plenamente paralizada, a punto de tener -según lo que recuerdo- lo más parecido a un paro cardíaco. Era un miedo ingrávido que se apoderaba dictatorialmente de mi cuerpo, de mi mente, de mi pecho. Todo estaba a punto de cambiar. Ya estaba cambiando, de hecho, pero los latidos que golpeaban, galopaban a fuego lento, se resistían a dejarse llevar. El mareo aturdía. No palpaba ya la realidad. No podían tocarla mis manos, ni saborear su aroma nunca más.
Poner en palabras aquel horrendo ahogo -a la inversa de la primera bocanada de aire que ingresa a los pulmones de un bebé que recién saluda al mundo, que es practicamente el más hermoso de los milagros- me llevó un año. Exactamente un año, tras ese primer ataque de pánico, el primero de muchos que me atormentarían a lo largo de un 2011 plagado de introspección, de largas e interminables esperas, de enfrentamientos internos que comenzaban a habitar como okupas mi corazón, sin permiso, anárquicos, estremecedores de violencia, de lágrimas -y cuántas lágrimas-, de broncas, de un miedo incalculable al amor.


Poner en palabras este primer año, enfrentarlo con terror frente a Patricia, meditarlo de la mano de un hombre pleno de luz llamado Graciano, analizarlo, enfrentarlo y aceptarlo a través de la palabra a tiempo y justa de Boris, concederlo de manera metódica y con pastillas de colores junto a Silvina, revivirlo con lápices, acrílicos, acuarelas y carbonilla gracias a la paciencia y la docencia de Daniela, fue una tarea compleja, de un compromiso que hasta entonces nunca había tenido para conmigo ni mucho menos para los míos.

Es a los míos que les dedico con todo el amor que soy capaz este año de duras tormentas, de aprendizajes, de dulces caricias y acompañamiento. A papá, por ese abrazo-compasión que me regaló en el balcón de mi casa la noche en que recordé y añoré las caminatas al mar en compañía de él y mamá, cuando íbamos juntos a las piedras de Mar del Plata. A mamá, por su paciencia, su garra, su amor incondicional, sus caricias, sus manos que tanto me alentaron y por invitarme a pintar. A Christian, por quedarse sentado junto a mí y abrazarme y prestarme su cama cuando más necesité refugiarme en el calor del hogar. Por ser tan buen hermano, el mejor hermano, como mi otro hermano, Fernando, el mayor, que tanto lo extraño, y que decidió con su esposa, Guille, cruzar el mar para brindar por mí. Por Mariana, porque gracias a ella volví a creer en mí como mujer, por alentarme a aceptarme y a descubrir el instinto de desear ser mamá, de aferrarme a la vida, de llenarme de amor. A Ale, porque le regaló tanta felicidad a Mariana y, por extensión, a mí. A Ariel, porque peleándome por no comprender qué era lo que faltaba para ser felices, también me enseñó, a través de la ternura hacia la familia que vive con Sil. A la Tía Mary, Tía con mayúsculas, tan con mayúsculas, que es mi segunda mamá -y con quien espero concretar tardes de tejido para los más chiquitos-. A Mariela, por ser tan especial en mi vida, por las tardes y las noches compartidas y todas las que están por venir. A Gian, a Tiago, a Lautaro y a Facundo, porque me enseñan a recuperar mi niñez con sus sonrisas, con sus gestos tan chiquitos y tan inmensos a la vez. A mis abuelos, Adolfo, Ramón, Modesta y Herminda, que llegaron de una tierra mágica llamada Galicia y porque son estrella, porque nos cuidan y nos guían. A Mónica, Camila, Clara y Matías. A Totín. A Ulises, Lulú y Nina. Porque son también mi familia.
A Martín, mi compañero, por su apoyo, su sonrisa, su abrazo, su dulce beso, esa paciencia y el amor tan profundo que nos canta la Catalina. Porque supiste comprenderme en los silencios, en el dolor y cuando más perdida estaba y, sin embargo, elegiste apostar a ser faro en mi vida, por invitarme a soñar con nuestros hijos algún día y seguir caminando juntos, aunque las arenas sean movedizas.

A todos ustedes y a todos los que guardo especialmente en mi corazón y exceden los caracteres de este sencillito texto, GRACIAS, por enseñarme tanto durante este año, por ayudarme a que el oxígeno regrese  a mis pulmones, me anime a una gran bocanada de aire y sienta más ganas de pelear y vivir que nunca.

Mucha luz y felicidad para ustedes, todo mi agradecimiento, mi amor y mi respeto.

Nota al pie: Al cuadro de la foto, mi primer cuadro, decidí llamarlo así, "Un año para recordar", y lo concluí esta semana, el mismo día del aniversario, gracias a la paciente guía de Daniela, mi pequeña gran maestra de pintura.

Credo



Creo en las manos de mamá y en las de papá, en su esfuerzo cotidiano, desde siempre. En los valores que me dejan. En la palabra. En la memoria de mi abuela, el puchero, los buñuelos y el té con leche. En mis hermanos y en nuestra infancia. En la búsqueda incesante de lo que quiero. En encontrarlo. En las lágrimas, que no son pocas. En la terapia, algunas pocas veces. En los veranos marplatenses con familia. En Santa Fe, sus parajes y en Santiago del Estero. En el atardecer de Granada, desde la Alhambra. En la soledad, cuando hace falta. En el amor, cuando habita. En el desamor, porque enseña. En Martín, a cada paso, en su abrazo a tiempo. En los proyectos realizados y en lo que nos faltan. En Montevideo y en su Ciudad Vieja en el invierno. En el mar de Aguas Dulces: en ese mar, yo creo. En sentir descalza la arena. En los mates y en las buenas compañías. En la carcajada desmedida y en los besos. En todo eso, yo creo.

In da kíchen


De reojo, desde el living incorporado, como quien no quiere la cosa, una réplica del Guernica parece observar lo que sucede en la cocina, esa cocina, su cocina. Es la sala de ensayos, su mejor escenario, el lugar donde reposan las emociones, los sinsabores, las turbulencias de todo un día.
El espacio es reducido, 2,40x2,20 -ni muy grande ni tan chico-, blanco y acero, limpio, muy limpio. Sobre el piso de baldosones grises, hay en una esquina una heladera que se erige estoica, con una puerta principal imantada de dibujos con sabor a colores primarios, de niños. En la puerta del freezer hay cuatro fotos. En tres, ellos dos, de pequeños. En la cuarta, un Rodolfo Walsh pensativo, ausente, con sonrisa leve, blanco y negro, inmerso en cierta lectura. Hay, además, tres imanes de una pizzería, la casa de pastas y la panadería, y debajo de ellos, sostenidas, aguardan a ser usadas dos órdenes médicas de un otorrinolaringólogo.
Bien pegado a la heladera, está el horno, ese horno, que tanto le gustó el día que lo vió empotrado al mueble prolijo, tan prolijo, e imaginó las tortas caseras, los scones y las comidas elaboradas que en él cobrarían vida. Sobre ese horno, desde el techo y a la altura de la sien de una persona no muy alta, pero tampoco baja, una campana de acero inoxidable le da presencia a la cocina. La base del extractor del aire sirve de estante y sobre él hay cuatro especieros con ajo molido, orégano, adobo para pizza y pimentón dulce de un rojo tan intenso que corta el blanco del ambiente. Al fondo de ese mismo estante, sobre el costado derecho, una bolsita con pimienta blanca, un paquete de comino y dos saleros.
Los azulejos de las paredes son también blancos, de 20x20, despojados. Sobre el mármol gris, en un rincón, al costado del horno, descansan tres tablas para picar, una botella de vino tinto y una de Fernet Branca -empezadas-, la pava, un termo, el mate, una bombilla, dos paquetes de café, el recipiente de la yerba, un tupper para el Nesquick, otro para las galletitas y bolsitas que contienen nueces, almendras y pasas. Al lado de éstos, el escurridor de la vajilla, plagado de platos comunes, soperos, del té, vasos, tazas y cubiertos, todos, elevados al cuadrado.
Debajo del mármol, y a un costado y otro de la pileta, tres sectores de guardado esconden enseres del tipo más variado: son los instrumentos de su orquesta, las ollas los recipientes de barro, vidrio y cerámica, los cuchillos, el batidor y las cucharas.
Es el enorme ventanal que va de lado a lado, sobre el mármol, su cuadro más preciado. Por allí se la puede ver, desde los edificios más cercanos, especialmente por las noches, cuando crea, cuando pica o cuando amasa, en ése, su mejor escenario.

Arteliando






Algunos de los trabajos realizados en el taller de Daniela Draiye, en 2011.

En el A


Subís.

Subís al primer vagón del Subte A, desde hace dos años, a las 6.40, cada mañana. Si hay lugar, te sentás, y ahí nomás comenzás a mirar a los pasajeros, a los habituales de cada mañana, a los que nunca viste, a los que viste y preferís olvidar, a un papá con su nena a upa, a un papá con su nena a upa que no para de llorar, al pibe de veintipico que escucha reggaeton con el manos libres y es tan temprano que lo querés bajar, al tipo que te empuja, que bufea, que se acomoda primero él, segundo él y tercero él, lo querés bajar, a los que nunca le dan el asiento a una embarazada o a las viejas, a las viejas que putean al aire porque en el vagón hay un perro dando vueltas y que guarda que te va morder. Los perros. Los perros vagabundean de Flores a Plaza de Mayo y viceversa, y vos te cagás de risa cuando los ves cómo se menean. Ladran. Le ladran a una coqueta que se pinta a la mañana en el subte, con el espejito y ese rímel -ese rímel que te desespera- y lo único que querés es decirle ahí, enfrente de todos que no podés, nena, no podés. No termina más el viaje, pero el vagón explota y llegás a Miserere y uy la puta madre, ahora cómo hacemos, pensás, y entra la gente, entra, se apretuja, se acomoda al cuepo ajeno, encajan como un tetris las piezas humanas, encajan, y te querés bajar, y no aguantás por momentos los olores, esos olores a naftalina en la ropa, en los tapados y en las camperas, los perfumes que se impregnan y el tipo que sin permiso, disimula, se tira un pedo y no te deja, te liquida la moral, te ningunea, hasta que llegás a Plaza de Mayo, que más o menos vendría a ser como la previa del calvario, que es ese trabajo y pensás bueno, ok, después de todo, no es nada más que un día normal.

Sé otra cosa


Sé otra cosa.

No te empecines, ni le busques la vuelta, ni te amargues porque el oficio ya no es lo que era, cuando te enamoraste de él el día en que la Plaza -la de Mayo- bullía al ritmo de un diciembre acorralado, y los palos volaban y la gente -la pobre gente, y alguna viva que siempre hay dando vueltas- saqueaba, mientras otros martillaban bancos y agitaban cacerolas, enfurecidos disconformes desconfiados, y salías a la calle y la sensación era un hastío, y las asambleas te llamaban, la autoconvocatoria te podía y los presidentes que cambiaban como si fueran figuritas en el recreo de la escuela, y vos ahí, que mirabas todo y te morías por contarlo.

Sé otra cosa.

Te lo dije -te lo advertí- mil veces, cuando ibas contenta a hacer tus primeras notas y sacabas orgullosa el grabador y ese anotador verde musgo que le mendigaste a un colega borracho, cuando temblabas con tus preguntas recién hechas y la voz desaparecía en un hilo fino y el corazón era un bardo porque, de verdad, ilusa, te creíste eso de que con tu aporte ibas a poder cambiar algo.

Ahora, una década después, mientras escribís líneas mediocres, para un medio mediocre, a pedido de periodistas mediocres, y te reís porque no queda otra y ya no te alarma la falta de garra que le ponés a todo -a ésto, que era todo para vos entonces-, te sentás a observar el recorrido, tantas pasiones insatisfechas, las historias que no llegaste a contar, y sentís cada vez más seguido lo que escribió alguna vez tu admirado Walsh: "Aún ahora hay momentos en que me siento disponible para cualquier aventura, para empezar de nuevo, como tantas veces".

Sé otra cosa, hacete el favor, de una buena vez por todas.

Happiness is a warm gun


La felicidad

era en las caricias de mamá, en los juegos tempranos en la casa con jardín y limonero, al pelar una granada su abuela con sus manos -manos curtidas, de campo-. Era cuando papá le enseñaba a leer en primavera, sentados juntos al lado de la pileta. Cuando jugaba escondida con sus muñecas, cuando inventaba personajes y montaba escenas en su cabeza. Era cuando su abuelo le cantaba melodías dulces en gallego, y ella no entendía una palabra, pero le sonreía largo. Era en el aprendizaje del arte culinario de la infancia, con las manos en la masa, juntito a su tía Mary. Era la rayuela en el patio de la escuela, un "quemado" en los recreos, en la mancha y la soga con las nenas. Era en Mar del Plata, con sus hermanos y primos en bicicleta, con una caña de pescar inventada y barrenando olas hasta la costa. Era haber leído su primer libro sola, y aprendido a atarse los zapatos, por primera vez, sola. Era salir segunda en un pequeño concurso literario. Era en su primer beso, el primero con el chico que más le había gustado durante el secundario. Era en las casas del asentamiento, con los chicos del barrio pintando un aula y mirándolos jugar un picadito en el barro. Era en los parajes de Santa Fe y Santiago, en los ojos nublados de María y Don Virgilio, en las huellas del camino y en el cansancio físico y anímico. En su primera vez, también era. Era en un club de tango, el primer baile de su vida, en vivir tan intensamente como si fueran a apagar las luces ese mismo día. Era en su primera nota publicada en un diario y en los nervios de las entrevistas. En haberse salvado raspando del accidente. Era en España, en una noche sola, absolutamente sola, frente a la Alhambra. Era en los recitales de rock, en las peñas y en las noches de murga uruguaya. Era en la murga uruguaya, donde lo conoció. Era y es en sus besos, en el abrazo a tiempo, en el mar charrúa y la arena en los pies, caminando. Es en aprender a jugar otra vez de la mano de Gian, Tiago, Lautaro y Facundo. Y sueña, desea que sea, en sus propios hijos la felicidad algún día.